Antes de abandonar Addis Abeba dejé unos cuantos papeles con mi dirección y negocié promesas de cartas a la antigua usanza.
El otro día Teresa, a modo de correo del zar, me entregó en mano uno de esos retazos de libreta en los que anoté mis coordenadas.
Un pedazo de papel convertido en tesoro. Una niña adorable a miles de kilómetros. Una niña de doce años, Anchinesh, grabada a fuego en mi corazón.
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