Julio de 2007. Budapest. Una sesión de un congreso sobre tecnología y unos aragoneses asistiendo a la misma.
La sala, semivacía. Al principio, había más gente pero una soporífera intervención ha hecho que varias personas abandonen la estancia sin rubor alguno.
En aquel tiempo no existía el whatsapp y el móvil lo utilizábamos para hablar así que la única distracción social e incomprensiblemente aceptada era el ordenador portátil. A P., que lo había encendido para tomar notas sobre la ponencia, se le acabó la inquietud científica y abrió su navegador. Los clicks le llevaron a la página donde estaban publicadas las fotos de un evento al que habíamos asistido meses antes. Con cadencia constante y poco entusiasmo aparente, avanzaba por el álbum, cuando apareció la foto.
Con un "madre mía", P. giró la pantalla hacia nosotros y ahí comenzó el calvario. No recuerdo quién comenzó pero la risa empezó a ser una reacción incontrolable. Tratábamos de tragarla, de ahogarla pero era imposible. A pesar de que estábamos en la última fila, en la sala quedábamos cuatro gatos y T., protagonista de también de la foto, intentaba en vano calmar las carcajadas advirtiendo "el ponente va a pensar que nos estamos riendo de su trabajo". Ni por esas.
Recuerdo perfectamente cómo cada uno intentábamos gestionar nuestros impulsos, ya que salir de la sala requería pasar por delante del estrad y no era una opción. Yo decidí mirar al frente intentando abstraerme de la situación pero, claro, como por el rabillo del ojo percibiera el mínimo movimiento o carraspeo, me volvía a partir la caja.
Cuando terminó la sesión, abandonamos la sala lo más dignamente que pudimos todavía con los ojos húmedos y esa sensación de agujetas en el estómago generadas al intentar aplacar lo indomable.
Anoche, viendo el vídeo del parlamente andaluz que acompaña a esta entrada, me vino a la mente ese ataque de risa y pensé que muchos de los mejores recuerdos provienen de esas situaciones que uno no puede prever ni controlar.