El viaje comienza con un paseo desde Huesca a Madrid a través del tren de alta velocidad. De lujo. Sin embargo, sigo pensando que hubiera sido suficiente dejar el AVE en Zaragoza y acercarnos a la Pilarica con una buena red de cercanías. Al fin y al cabo, estamos a un paso.
Aprovecho el viaje para comenzar con gran ilusión el libro de Frederick Taylor titulado "Dresde". Aunque lleno de referencias y datos históricos, su lectura es amena. Creo que me servirá para conocer un poco mejor el lugar al que me dirijo por segunda vez en menos de un año.
En Madrid, sigo las nítidas instrucciones de E. y tomo un cercanías con destino a Nuevos Ministerios para después tomar el Metro hacia Barajas. Costó un poco encontrar el andén adecuado y pagué la inexperiencia comprando un billete de ida y vuelta pensando en mi camino de regreso, pues el billete caducaba a las 24 horas.
En el Metro, el calor es agobiante. Quizás por eso el camino a través de la moderna línea 8 se hace largo.
Una vez en Barajas hay que llegar a la terminal 1 a través de una sucesión de cintas y pasillos, en compañía de personas de todas las razas y nacionalidades. Me pregunto cuál será su destino.
Hora de facturar. Hay que tener cuidado con la nueva normativa de seguridad pero también hay que comer. No nos sobra tanto tiempo como pensábamos y en vez de comer antes de facturar, habremos de hacerlo una vez pasado el control de seguridad. Así pues, habré de librarme de los zumos que había traído para hacer compañía a los bocadillos.
Sabedor de que el destino final de los zumos va a ser el contenedor amarillo dispuesto en la entrada de la zona del control de seguridad, intento buscar una alternativa. Acudo a uno de los informadores de Aena ("chaquetas verdes") y se los ofrezco por si los quiere él o se los quiere dar a algún niño. Con mucha amabilidad, los acepta y me sonríe. Pienso que hubiera estado bien, sobre todo estos primeros días, organizar una recogida solidaria de aquellas cosas aprovechables que habían de ser desechadas por la nueva reglamentación.
Llego al control de seguridad. Me faltan manos: los billetes, la cartera, la mochila, el abrigo, el cinturón, el portátil, el reproductor de música, ... Paso por el arco y pita. Me he olvidado de sacar el móvil. Con algo de malos modos, me hacen depositar el móvil tal cual en la cinta de los rayos X. Vuelvo a pasar y de nuevo la misma historia. Compruebo avergonzado que se me han olvidado las llaves. Afortunadamente, al tercer intento consigo pasar y cuando me pongo el cinturón y guardo uno por uno todos los enseres no puedo evitar sentirme tremendamente aliviado.
Adentro ya puedes comprar bebidas. Creo que ya que no se pueden entrar bebidas de fuera, deberían estandarizar los precios de los productos básicos como el agua para evitar los típicos abusos monopolistas. Con una hora de retraso y haciéndo cálculos de si llegaremos a tiempo de coger el enlace en Munich, subimos al avión.
En el avión, de Condor Airlines, disponemos de pantallas que nos muestran desde el punto de vista del piloto, las maniobras de despegue y aterrizaje. También, van sacando un mapa en el que te indican los principales lugares que vas atravesando, lo cual mí me parece genial. Disfrutando las imponentes vistas de los Alpes, el libro y el bocadillo que nos dieron para merendar las dos horas de viaje se pasan, nunca mejor dicho, volando.
Una vez en Munich, las máquinas de café gratuitas de Lufthansa que me recuerdan a C.S. y, conscientes de llegar justos de tiempo al vuelo con destino a Dresde, las dudas de si las maletas llegarían a tiempo o no, disipadas con una consulta a la amable representante de Lufthansa. También el encuentro con los compañeros -hoy amigos- italianos y un obligado paso por los aseos del moderno aeropuerto, destacando el sistema de secado de manos, toda un descubrimiento.
Dentro del avión, caras conocidas y la casualidad como aliada, estando en asientos consecutivos con los investigadores romanos a pesar de haber facturado unos en Madrid y otros en Roma.
Justo a la hora prevista aterrizamos en un Dresde menos frío que en febrero. Desde el taxi y tras observar el Lidl que tanta gracia me había hecho meses atrás, la primera visión del imponente centro histórico iluminado, el Altstadt, me recordó por qué Dresde fue bautizada como la Florencia del Este.
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