El ya tradicional desayuno a base de huevos y pan tostado nos ayuda a sacudirnos el frío mañanero. Esta vez no pudimos acompañar las viandas con zumo por culpa de un no menos tradicional corte de luz.
Con el buche saciado nos subimos al coche para poner rumbo al monasterio de Yemrehanna Kristos. A través de una pista con un último tramo infame por unos paisajes espectaculares a casi 3.000 metros de altitud llegamos a un pequeño poblado desde el cual un breve ascenso por una senda empedrada nos llevó al Monasterio.
Después de ver las iglesias de Lalibela uno piensa que poco le podrá sorprender un pequeño monasterio en la montaña pero nada más lejos de la realidad. Al abrigo de un peñasco que me recordó mucho a San Juan de la Peña se erige un pequeño pero coqueto monasterio. Esta vez Gebre, nuestro chófer, ejerció de guía y nos explicó que cuenta la leyenda que la ermita está construída (en este caso no es esculpida como las de Lalibela) sobre un lago. De hecho, existe una gatera para dar fe de ello. Una montaña de esqueletos apilados en uno de los extremos del monasterio da fe de que este monasterio fue lugar de peregrinaje de personas de todas partes que según cuenta la leyenda iban a morir a este sagrado lugar.
Exterior del Monasterio |
Monasterio de Yemrehanna Kristos |
Además del monasterio, la visita nos mostró la crudeza de las condiciones en las que (sobre)viven los etíopes en esa zona. Creo que de todo nuestro periplo por Etiopía, allí fue donde más sobrecogía la pobreza, tristemente evidente en la delgadez de los niños que trataban de atraer nuestra atención saludando, bailando o corriendo al lado del coche (eso sí, siempre con una admirable sonrisa en la boca).
De bote en bote en el todo-terreno regresamos a Lalibela. Fuimos a comer a la frondosa terraza del Seven Olives Hotel y después nos zambullimos por el centro de la ciudad para realizar algunas compras marcados férreamente por una escolta de jovenzanos que no cejaban en el empeño de tocarnos la fibra para sacarnos cuadernos para el colegio, monedas de euro para su colección o una pelota de fútbol para emular a los astros del balompié. En mi caso, me fue imposible aguantar la presión y terminé claudicando con un niño que me pidió que le cambiara a moneda local (birrs) unos céntimos de euro que tenía él con el fin de poder comprarse un cuaderno. Varios minutos después de escuchar la cantinela de manera ininterrumpida pedí a un joven que me acompañara a la tienda para comprarle el cuaderno. Cerca de la tienda en cuestión tuve que aplacar con una mirada un conato de rebelión cuando el niño me comentó: "bueno, en realidad tengo nueve asignaturas y, claro, necesito un cuaderno para cada una de ellas...". Ya en la tienda, el joven que nos había mostrado el camino a la tienda me aseguró que le habíamos prometido (y yo sin saberlo, oye) que le compraríamos un balón de fútbol y allí sí que no encontré otra manera de evaporar el sentimiento de culpa que comprándoles el dichoso balón con el que me prometieron (de esto sí que doy fe) que ganarían el campeonato (no especificaron cuál). En plena euforia futbolística porque el balón vino acompañado de la bomba para inflarlo (...), me pidieron que les escribiera mi dirección de correo electrónico porque me mandarían una foto por correo electrónico con el trofeo y el balón. En fin...
Agotados, cenamos algo en el hotel y realizamos varios intentos de pagar con tarjeta la estancia en el hotel, algo frustrantemente imposible debido a la precariedad de las comunicaciones. Tras pagar en efectivo y quedarnos con una mísera cantidad de dinero etíope, nos retiramos a empaquetar nuestros enseres. Al día siguiente tocaba madrugar para regresar a Addis Abeba.
[Escrito el 27/10/2013]
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