En los últimos hervores del puré de
verduras que Teresa estaba preparando en la cocina, una voz desde el
patio reclamó a Teresa. Era uno de los guardias del centro, que
informaba a Teresa de que había un niño, Abraham, al que todavía no
habían ido a buscar.
Habían
pasado ya más de dos horas desde que, aprovechando una pausa en el
chaparrón de la tarde, Donato había hechos sonar el silbato que indicaba
el fin de la jornada. Dos horas frías, oscuras que Abraham había pasado
esperando en el umbral del centro.
Asumiendo
el riesgo de que la madre del pequeño estuviera de camino, Teresa
decidió llevar al pequeño a su casa. Teresa, I. y yo subimos a la
furgoneta y acomodamos a Abraham de copiloto para que le indicara a
Teresa el camino (no queda otra cuando toda la referencia que podía
obtener Teresa de la ubicación de su casa eran los "por allí" señalados
con la mano). Tras un buen rato de furgoneta, atasco incluido para
variar, aparcamos a la entrada de lo que parecía una calle sumida en
casi completa oscuridad.
La
cuesta por la que Abraham nos invitaba a descender era una masa de
barro y lo que no era barro en la que a duras penas podíamos avanzar sin
que nuestras botas se encallaran prácticamente hasta el tobillo.
Apañándonos con la linterna de los teléfonos y la estela de los muchas
personas que deambulaban por la zona, seguimos las indicaciones de
Abraham. Poco a poco, comenzamos a percibir que al niño le saludaban lo
cual era señal inequívoca de que su casa estaba próxima.
Finalmente, llegamos a la casa que Abraham señaló. El pequeño abrió la puerta y su rostro se quedó como petrificado. Rápidamente Teresa entró tras él temerosa de lo que hubiera podido encontrarse el niño. ¿Y qué había? Nada.
Y
esa absoluta nada es la que nos dejó tan helados como a Abraham. Tras
la puerta del minúsculo habitáculo protegido por cinco chapas no había
absolutamente nada. Ni muebles ni personas. Nada.
Evidentemente
preocupados por el paradero de la madre de Abraham, no nos quedó otra
opción que desandar por el infausto fango hasta llegar a la furgoneta.
Con un incómodo silencio, únicamente roto por las preguntas de Abraham a
Teresa preocupándose por su madre, regresamos hacia el centro don Bosco
sin saber muy bien qué pensar.
Nos
sentimos aliviados cuando el guardia del centro don Bosco nos indicó
que la madre de Abraham había acudido. Dentro de la faena que era para
ella tener que desandar el largo camino, al menos quedaba descartada la
hipótesis del abandono y eso, en aquellas circunstancias, ya era mucho.
Teniendo
en cuenta las distancias que tenía que recorrer la madre de Abraham,
Teresa tuvo claro que la opción más coherente era que Abraham se quedara
en la casa de los voluntarios. Enseguida preparó una cama junto a la
suya y duchó al pequeño. Con unos leggings improvisó un pantalón de
pijama, completando el atuendo con una camiseta de algodón y unos
calcetines que al pequeño le supieron a gloria.
Nos
sentamos a cenar, con Abraham como centro inevitable de nuestras
miradas. Disfrutó el puré de verduras con tanta fruición que Teresa
llegó a preocuparse porque se pusiera enfermo de tanto comer. Ya en el
segundo plato, Abraham disipó esa duda apartando un pequeño trozo de
tortilla a un extremo del plato y diciendo: "Hasta aquí, es suficiente. A
partir de aquí ya es demasiado". La suculenta cena no evitó que entre
mordisco y mordisco el niño preguntara reiteradamente y con preocupación
si su madre vendría a buscarle.
Después
de cenar, y mientras jugábamos con las chapas que había sacado Luca,
los gritos del guardia anunciaron que la madre de Abraham había vuelto.
Consciente de que, por mucho que nos doliera, el niño tenía que irse con
su madre, Luca se apresuró a emplatar un trozo de tarta de chocolate y
Abraham lo disfrutó mientras Teresa terminaba de pertrecharle para el
largo camino que le aguardaba hasta su casa.
Después,
supimos que lo que había sucedido es que la madre de Abraham se había
mudado de casa porque no tenía dinero para pagar el alquiler de donde
vivían. Eso explicó también el comentario que por la mañana le había
hecho Abraham a Teresa expresándole su preocupación porque su madre no
podía pagar el alquiler. Teresa nos comentó que en aquel momento ella le
quitó importancia y le dijo a Abraham que él sólo tenía que preocuparse
de jugar.
La
reflexión final, compartida por todos, fue que no es justo que estos
niños sufran tanto siendo tan pequeños. De ahí, y esto es cosecha mía,
la importancia del esfuerzo que ponen todos los voluntarios en arrancar
sonrisas a los niños y luchar porque tengan un futuro mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario