Madrugamos un poco más de lo normal para recorrer la media hora de asfalto que nos separaba del aeropuerto de Lalibela.
Todavía a bordo del coche en el acceso al aeropuerto enseñamos nuestros billetes a unos policías. Ya en el aparcamiento nos hicimos con un carro para colocar las mochilas - el equipaje de bulto y los objetos delicados se viajarían de vuelta a Addis Abeba en el coche con Gebre- y caminamos hacia la modesta terminal aeroportuaria.
Un nuevo control - esta vez en la entrada del edificio con arco y escáner- vino acompañado de las exigencias dinerarias del señor que nos había acercado el carro (evidentemente insistiendo sin que se lo hubiéramos pedido). Gestionamos las tarjetas de embarque y pasamos un estricto tercer control de seguridad hasta la sala de espera.
Ya sentados relajadamente, observábamos el férreo marcaje (aparentemente mucho más implacable que lo que acostumbramos a ver en occidente) que de los encargados de seguridad sobre el equipaje de los pasajeros cuando un policía irrumpió en la sala en actitud de buscando a alguien mientras repetía un soniquite que no alcanzábamos a comprender. En el momento en que se acercó a nuestra zona y pronunció el nombre de nuestra agencia de viajes, empezamos a mosqueranos. Y del mosqueo pasamos a la estupefacción cuando por el rabillo del ojo vimos a Gebre, nuestro conductor, pasando uno a uno por el escáner todos los bultos que habíamos dejado en el coche.
Advertidos por los guardias de que tendríamos que volver a pasar a el control de seguridad salimos a la zona de facturación. Allí, Gebre nos explicó que le había surgido un nuevo servicio y que finalmente no regresaba a Addis Abeba (como teníamos pactado). Con la estupefacción ya transformada en indignación*, nos vimos obligados a facturar de cualquier manera todos los bultos con el agravante de las prisas y el condimento -no podía faltar- del etíope de turno exigiéndonos dinero (de muy malas formas, por cierto) por su colaboración en las tareas de embalaje. Tras la segunda toma del enésimo control, embarcamos en el avión de hélices de Etiopian Airlines desde el que tuvimos una privilegiada vista aérea mientras degustábamos las naranjas murcianas que en forma de zumo (Juver) nos sirvió la amable tripulación. A la hora prevista aterrizamos en Addis Abeba, en cuyo aeropuerto - esta vez la terminal nacional - nos aguardaba Teresa.
La ilusión que me hacía regresar a Mekanissa y volver a ver a los niños hizo más llevadero el infausto tráfico de Addis Abeba. Con una sonrisa en la boca pensando en los pequeños diablillos realizamos el mismo trayecto que unos pocos días antes había recorrido lleno de dudas e inseguridad en mí mismo.
Advertidos por los guardias de que tendríamos que volver a pasar a el control de seguridad salimos a la zona de facturación. Allí, Gebre nos explicó que le había surgido un nuevo servicio y que finalmente no regresaba a Addis Abeba (como teníamos pactado). Con la estupefacción ya transformada en indignación*, nos vimos obligados a facturar de cualquier manera todos los bultos con el agravante de las prisas y el condimento -no podía faltar- del etíope de turno exigiéndonos dinero (de muy malas formas, por cierto) por su colaboración en las tareas de embalaje. Tras la segunda toma del enésimo control, embarcamos en el avión de hélices de Etiopian Airlines desde el que tuvimos una privilegiada vista aérea mientras degustábamos las naranjas murcianas que en forma de zumo (Juver) nos sirvió la amable tripulación. A la hora prevista aterrizamos en Addis Abeba, en cuyo aeropuerto - esta vez la terminal nacional - nos aguardaba Teresa.
La ilusión que me hacía regresar a Mekanissa y volver a ver a los niños hizo más llevadero el infausto tráfico de Addis Abeba. Con una sonrisa en la boca pensando en los pequeños diablillos realizamos el mismo trayecto que unos pocos días antes había recorrido lleno de dudas e inseguridad en mí mismo.
* Ya de vuelta a España, la agencia respondió adecuadamente y nos compensó por los inconvientes
[Escrito el 16/11/2013]
No hay comentarios:
Publicar un comentario